(Conferencia en Southport, febrero de 1931)
También traducida por “Uds. provocan su propio sufrimiento” o “Sufrís de vosotros mismos”, el Dr. Bach dio esta conferencia a un auditorio de médicos homeópatas. En ella el Dr. Bach señala los fundamentos filosóficos en que se basa su método de curación, señalando las diferencias con la homeopatía y los motivos por los cuales la terapia floral aparece como una propuesta superadora. Titulo original “You Suffer From Yourselves.
Para mí no resulta fácil dar este discurso delante de vosotros. Sois una sociedad de médicos, y yo os hablo también como médico. Pero la medicina de la que hoy quiero hablar aquí está tan lejos del parecer ortodoxo de hoy en día, que hace que este discurso apenas tenga nada que ver con la práctica actual, con la clínica privada o con la planta de un hospital tal y como actualmente las conocemos.
Si ustedes, como seguidores de Hahnemann, no se hubieran adelantado mucho a la medicina ortodoxa de los últimos 200 años de aquellos que todavía predican las enseñanzas de Galeno, tendría un miedo rotundo a hablar sobre este tema.
Pero las enseñanzas de su gran maestro y de sus seguidores han arrojado tanta luz sobre la naturaleza de la enfermedad, allanando el camino hacia la curación correcta, de tal manera que estoy seguro de que ustedes están preparados para avanzar conmigo un tramo de ese camino y saber aún más de la magnificencia de la salud total y de la verdadera naturaleza de la enfermedad y curación.
La inspiración de Hahnemann hizo que la humanidad pudiera ver la luz en la oscuridad del materialismo cuando el hombre había llegado ya tan lejos que consideraba a la enfermedad como un problema puramente material que únicamente debía ser solucionado y curado con medios materiales.
Al igual que Paracelso, él sabía que la enfermedad no podría existir si nuestro espíritu y nuestra inteligencia estuvieran en armonía. Fue por esto por lo que se puso en busca de remedios que pudieran sanar nuestro espíritu, trayéndonos así paz y salud.
Hahnemann realizó un gran progreso y nos hizo avanzar un gran tramo de nuestro camino. Pero, para su trabajo, disponía únicamente del tiempo que puede dar de sí una vida y, por eso, ahora nos toca a nosotros retomar sus investigaciones en el punto en el que las dejó. Tenemos que continuar su trabajo sobre la curación absoluta, cuyos fundamentos ya había creado y cuya obra había comenzado de forma tan digna.
El homeópata ya ha dejado de lado una gran parte de los aspectos innecesarios y de poca importancia de la medicina ortodoxa, pero aún tiene que avanzar más. Sé que ustedes quieren mirar hacia delante, ya que ni el saber del pasado ni el del presente son suficientes para aquel que busca la verdad.
Paracelso y Hahnemann nos enseñan a no prestar excesiva atención a los detalles de la enfermedad, sino a tratar a la personalidad, al hombre que lleva dentro, en el convencimiento de que la enfermedad desaparece cuando nuestro ser espiritual y mental se encuentran en armonía. Este grandioso fundamento es la enseñanza fundamental que debe ser continuada.
Lo siguiente que percibió Hahnemann fue cómo producir esa armonía, y pudo comprobar que la forma de actuar de las drogas y remedios de la antigua escuela, así como los elementos y plantas que él escogía, podía invertirse a través de una potenciación, de tal manera que la misma sustancia que ocasionaba envenenamientos y síntomas de enfermedad podía sanar esos males si era utilizada en una cantidad minúscula y preparada según un método especial.
De ahí formuló el principio: Igual con igual se cura. Además, esto es un principio fundamental de la vida que él nos ha cedido para que continuemos con la construcción del templo cuyos planes le habían sido revelados.
Si proseguimos la consecución de estos pensamientos, la primera y significativa conclusión a la que llegamos es la verdad sobre el hecho de que la enfermedad misma es eso que igual con igual se cura, ya que la enfermedad no es otra cosa que la consecuencia de una forma de actuar errónea. La enfermedad es el resultado natural de la desarmonía entre nuestro cuerpo y nuestra alma; es ese ,igual con igual se cura, porque es la enfermedad misma la que detiene e impide que nuestro comportamiento erróneo llegue demasiado lejos. Al mismo tiempo, la enfermedad es una lección que nos enseña a corregir nuestro camino y a armonizar nuestra vida con la órdenes de nuestra alma.
La enfermedad es la consecuencia de una manera equivocada de pensar y de un comportamiento erróneo, y desaparecerá cuando esa forma de actuar y esos pensamientos sean puestos de nuevo en orden. Cuando está aprendida la lección del dolor, del padecimiento y del pesar, entonces la existencia de la enfermedad carece de sentido y desaparece automáticamente.
Eso es lo que Hahnemann quería decir con su frase igual con igual se cura.
Recorramos juntos todavía un trozo más del camino
Una nueva y maravillosa perspectiva se abre frente a nosotros, y vemos que la curación verdadera se puede alcanzar, pero no apartando lo equivocado a través de lo equivocado, sino sustituyendo lo equivocado por lo correcto. Lo bueno sustituye a lo malo la luz a la oscuridad.
Aquí se llega a comprender que ya no podemos seguir por más tiempo combatiendo la enfermedad con la enfermedad. Ya no podemos hacer frente a la enfermedad con los productos de la enfermedad. Ya no intentamos apartar las enfermedades con sustancias que las pueden ocasionar. Todo lo contrario, resaltamos la virtud opuesta que subsanará el error.
La farmacopea del futuro inminente deberían contemplar únicamente aquellos remedios que tienen el poder de sacar lo bueno, mientras que deberían ser eliminados todos aquellos remedios cuya única cualidad es la de oponerse a lo malo.
Es cierto que el odio puede ser vencido por un odio aún mayor, pero sólo podrá ser sanado por el amor. La crueldad puede ser evitada a través de una crueldad aún mayor, pero sólo podrá ser apartada si se desarrolla la compasión. En presencia de un miedo aún mayor, se puede perder y olvidar e propio miedo, pero la verdadera curación del miedo es el valor total.
Y por este motivo, todos nosotros, los que pertenecemos a esta escuela de medicina, debemos concentrar nuestra atención sobre esos remedios maravillosos que Dios ha puesto en la naturaleza para que los utilicemos en nuestra curación, y entre los cuales se encuentran las beneficiosas y sobresalientes plantas medicinales.
Claramente, en esencia es erróneo cuando se dice que igual con igual se cura. Aunque la idea de la verdad que tenía Hahnemann era correcta, sin embargo, la expresó de manera incompleta. Lo igual puede fortalecer a lo igual; lo igual puede apartar a lo igual, pero en el verdadero sentido de a curación, lo igual no puede sanar a lo igual.
Cuando se escuchan las enseñanzas de Krishna, Buda o de Cristo, encontramos que ellas encierran perennemente el principio de que lo bueno vence a lo malo. Cristo nos enseñó a hacer frente a lo malvado, a amar a nuestros enemigos y a perdonar a aquellos que nos persiguen. Ahí no aparece ninguna curación en el sentido de que lo igual sana a lo igual. Por eso, en la verdadera sanación, así como en el desarrollo espiritual, siempre debemos aspirar a alcanzar lo bueno para expulsar lo malo; a lograr el amor para vencer al odio; a crear la luz para acabar con la oscuridad. Es por este motivo por el que debemos evitar cualquier sustancia nociva, cualquier producto perjudicial, y usar, por el contrario, todo aquello que haga bien y sea beneficioso.
Sin ningún género de dudas, Hahnemann, se esforzó por transformar, a través de su método de la potenciación, lo erróneo en correcto, lo venenoso en virtud, pero resulta mucha más fácil emplear directamente los remedios que benefician y que hacen el bien.
La sanación está por encima de todas las cosas materiales y de cualquier ley. Es de origen divino y, por eso, no puede estar sujeta a cualesquiera de nuestros convencionalismos o a los patrones normales. Por consiguiente debemos elevar nuestros ideales, nuestros pensamientos y objetivos a maravillosas y sublimes dimensiones que nos han sido mostradas y enseñadas por los grandes maestros.
¿No piensan por un momento que todo esto nos aparta de la obra de Hahnemann? Todo lo contrario, él indicó las grandes leyes fundamentales, las bases, pero él tuvo sólo una vida, y si hubiera continuado con su obra habría llegado, sin lugar a dudas, a los mismos resultados. Nosotros continuamos ahora con su obra y se la cederemos al siguiente estadio natural de desarrollo.
Ahora queremos reflexionar sobre el hecho de por qué la medicina debe modificarse de manera inevitable. La ciencia de los anteriores 200 años ha considerado siempre a la enfermedad como un factor material que puede ser apartado a través de medios naturales. Por supuesto, todo esto es rotundamente falso.
La enfermedad del cuerpo, tal y como nosotros la conocemos, es un resultado, un producto final, un estadio final de algo mucho más profundo. El origen de la enfermedad no se encuentra a nivel físico, sino, más bien, a nivel espiritual. La enfermedad es, en un 100%, el resultado de un conflicto entre nuestro yo espiritual y nuestro yo perecedero. Siempre que estos dos se encuentren en mutua armonía, nos encontramos totalmente sanos. Ahora bien, cuando ya no existe esa compenetración, tiene entonces como consecuencia lo que conocemos como enfermedad.
La enfermedad es únicamente un correctivo. No es ni un castigo ni una crueldad, pero es el medio que emplea nuestra alma para indicarnos nuestros errores, impedir que cometamos fallos aún mayores y para evitar que se produzcan otros males, conduciéndonos de vuelta al camino de la verdad y de la luz, del que nunca deberíamos habernos apartado.
En realidad, la enfermedad está al servicio de nuestro bienestar y hacer el bien, aunque deberíamos evitarla con que sólo tuviéramos el entendimiento correcto junto con el deseo de hacer lo que se considera correcto.
Cualesquiera de los errores que siempre cometemos se muestran en nosotros mismos y ocasionan –según la naturaleza del error– desgracia, ausencia de bienestar o padecimiento. El objetivo reside en hacernos conscientes del efecto perjudicial de una actitud equivocada o de una forma errónea de pensar. Al producirse en nuestro caso resultados semejantes, se nos muestra cómo podemos causar aflicción a otras personas, infringiendo de esta manera la grandiosa y divina ley del amor y de la unidad.
Para la comprensión del médico, la enfermedad misma indica el tipo de conflicto. Quizá se pueda ver todo esto más claro al ilustrarlo con ejemplos, para acercarles a la idea de que da igual la enfermedad que se padezca, el caso es que ésta aparece porque no reina el equilibrio entre la persona y la divinidad existente en esa persona.
El dolor es la consecuencia de la crueldad, que ocasiona dolor en los otros, ya sea espiritual o corporal. Pero podrán estar seguros de que descubrirán en su propia persona una ruda forma de proceder o un pensamiento cruel cuando se analicen a sí mismos en los momentos en que padezcan dolor. Aparten de ustedes estas tendencias crueles y desaparecerá el dolor.
Cuando alguna de sus articulaciones o algunos de sus miembros se encuentre agarrotado, podrán estar seguros de que esa misma rigidez está presente en sus espíritus, de que se encuentran aferrados a cualquier idea, principio o convencionalismo con el que deben romper. Si padece asma o tienen alguna dificultad a la hora de respirar, de alguna manera le están robando el aire a otra persona. Si sienten que se ahogan, es porque no tienen el valor suficiente para hacer lo correcto. Cuando se sienten débiles, entonces es porque están permitiendo que alguien impida a su fuerza vital penetrar en sus cuerpos. Incluso la parte del cuerpo afectada hace referencia a la naturaleza del error: la mano significa una forma errónea de actuar; el pie, que se comete un error al ayudar a los otros; el cerebro indica una falta de control; el corazón hace referencia a una carencia, exceso o a un comportamiento falso en el amor; el ojo muestra una falsa percepción y señala el hecho de que no se quiere ver la verdad cuando uno tiene que enfrentarse a ella. Igualmente, se puede profundizar en el motivo y la naturaleza de una enfermedad como una lección que el paciente debe aprender y su necesaria corrección.
Permítame echar una breve ojeada al hospital del futuro.
Será un oasis de paz, de esperanza y de alegría. No habrá lugar para las prisas y el ruido. No existirá ninguno de esos terribles aparatos y máquinas que hoy en día se utilizan. No se olerá a productos desinfectantes ni a anestesias. No aparecerá nada que recuerde a la enfermedad y al padecimiento. Los pacientes no serán continuamente molestados para tomarles la temperatura. No existirán reconocimientos diarios con estetoscopios y otros aparatos de exploración para grabar en el ánimo del paciente la naturaleza de su enfermedad. No habrá lugar para esas continuas tomas de tensión para transmitir al paciente la sensación de que su corazón palpita demasiado rápido. No aparecerán ninguna de estas cosas, porque todo ello dificultad la atmósfera de paz y tranquilidad que tan necesaria es al paciente para facilitar su pronta recuperación. Tampoco habrá ya necesidad de laboratorios, porque el análisis microscópico de los detalles, no tendrá ninguna importancia cuando se haya comprendido que es el paciente el que debe ser tratado y no la enfermedad.
El objetivo de todas esas instituciones será el producir una atmósfera de paz, de esperanza, de alegría y de confianza. Todo lo que se haga será para que el paciente sea estimulado, a olvidar su enfermedad y a que aspire a su recuperación, corrigiendo al mismo tiempo cada uno de los fallos existentes en su naturaleza, y para que entienda la lección que debe de aprender.
Todo será maravilloso y hermoso en el hospital del futuro, de tal forma que el paciente busque la manera de salir de ese lugar no sólo para liberarse de su enfermedad, sino también para desarrollar el deseo de llevar una vida en la que exista una mayor armonía con las órdenes de su alma de lo que ha existido hasta ahora.
El hospital se convertirá en la madre de los enfermos. El hospital los tomará en sus brazos, los tranquilizará y consolará, proporcionándoles al mismo tiempo esperanza, confianza y valor para superar sus dificultades.
El médico del mañana reconocerá que él, por sí mismo, no posee ningún poder para sanar al otro, sino que le fueron dados los conocimientos de cómo guiar a sus pacientes y lograr que la fuerza curativa sea canalizada a través de él para, de esta manera, liberar a los enfermos de sus padecimientos. Todo esto lo recibe el médico cuando dedica su vida al servicio de sus semejantes, al estudio de la naturaleza humana, de tal forma que pueda comprender parcialmente el sentido de esta naturaleza, y tiene un deseo de todo corazón de liberar a los hombres de sus padecimientos y de dar todo por ayudar a los enfermos. Entonces, su poder y capacidad de ayudar crecerá de forma directamente proporcional según la intensidad de su deseo y de su disponibilidad a servir. El médico comprenderá que la salud, al igual que la vida, depende única y exclusivamente de Dios, y sólo de él. Comprenderá también que los remedios que emplea sólo son remedios dentro del plan divino que contribuyen a conducir al afectado de nuevo hacia el camino de la ley divina.
El médico del mañana no tendrá interés en la patología o en la anatomía patológica, ya que él investiga la salud. Para él no juega ningún papel el hecho de que, por ejemplo, la disnea sea producida o no por el bacilo de la tuberculosis, por el estreptococo o por cualquier otro microorganismo. Pero, por el contrario, será marcadamente importante para él el saber por qué el paciente al respirar tiene que padecer semejantes dificultades. Es insignificante el saber que parte del corazón es la que está dañada y, por contra, es tremendamente importante descubrir de qué manera el paciente ha desarrollado de manera equivocada su amor. Los rayos X ya no serán utilizados para examinar una articulación artrítica, sino que más bien se investigará la personalidad de paciente para descubrir dónde se encuentra el agarrotamiento en su alma.
Los diagnósticos de las enfermedades ya no serán dependientes de los síntomas y muestras corporales, sino de la capacidad del paciente de corregir sus errores y de poder volver a estar en armonía con su vida espiritual.
La formación del médico, englobará un profundo estudio de la naturaleza humana que conducirá a una gran percepción de lo puro y perfecto, a la comprensión del estado divino del ser humano, así como al conocimiento de cómo se puede ayudar a aquellos que padecen, de manera que su relación con su yo espiritual vuelva a ser armónica y en su personalidad se restablezca de nuevo la salud y la concordia.
El médico del futuro estará en condiciones de poder averiguar el conflicto existente en la vida del paciente que ha ocasionado la enfermedad o desarmonía entre el cuerpo y el alma. Esto le permitirá darle al paciente el consejo que para él es el adecuado y tratarlo.
El médico también tendrá que estudiar la naturaleza y sus leyes, estará familiarizado con las fuerzas curativas de la naturaleza de tal forma que pueda utilizar estos conocimientos para el beneficio del paciente.
El tratamiento del mañana despertará, en esencia, cuatro cualidades en el paciente:
1. Paz.
2. Esperanza
3. Alegría
4. Confianza
Todo el ambiente que le rodee, así como la atención, así como la atención que se le preste al paciente, estarán al servicio de ese objetivo. Al englobar al paciente en una atmósfera de salud y de luz, se apoyará su recuperación. Al mismo tiempo, los errores del paciente han sido diagnosticados, se ha conseguido que él los vea claros y ahora obtiene apoyo y ánimo para poder superarlos.
Además, le serán suministrados los remedios maravillosos que han sido bendecidos por Dios con fuerzas curativas para abrir en él los canales que captan la luz del alma, de manera que la fuerza curativa penetre e invada al paciente.
La manera de actuar de estos remedios consiste en elevar nuestras vibraciones y en abrir nuestros canales para que nuestro yo espiritual pueda sentir, en invadir nuestra naturaleza con la virtudes que necesitamos y en subsanar los errores que en nosotros ocasionan daños. Estos remedios son capaces, al igual que una música maravillosa o que todas esas magníficas cosas que nos inspiran, de elevar nuestra naturaleza y de acercarnos a nuestra alma, y, precisamente a través de esta forma de actuar, nos traen consigo paz y nos liberan de nuestros padecimientos.
No sanan atacando la enfermedad, sino invadiendo nuestro cuerpo con las maravillosas corrientes de nuestra naturaleza ya más elevada, en cuya presencia cada enfermedad se funde como la nieve bajo los rayos del sol.
Finalmente, estos remedios cambian la actitud del paciente frente a la salud y la enfermedad.
Se debe acabar para siempre con el pensamiento de que se puede comprar el alivio de una enfermedad con oro o plata. La salud tiene, como la vida, un origen divino, y sólo puede ser alcanzada a través del empleo de medios divinos. Dinero, lujo o viajes pueden hacer que, de puertas para afuera, parezca que podemos comprar una mejora de nuestro estado corporal, pero todas estas cosas nunca nos podrán proporcionar la verdadera salud.
El paciente del mañana entenderá que él, y solamente él, podrá liberarse de su padecimiento, aunque pueda recibir consejo y ayuda por parte de otras personas cualificadas que le apoyan en su esfuerzo. La salud, por tanto, existe cuando podemos hablar de armonía entre el alma, el espíritu y el cuerpo. Esta armonía es condición indispensable antes de que se pueda producir la curación.
En el futuro, uno ya no se sentirá jamás orgulloso de estar enfermo. ¡Todo lo contrario! La gente se avergonzará tanto de su enfermedad como se deberían avergonzar de un asesinato.
Ahora, quisiera aclararles cuáles son los dos estados del espíritu que, en nuestro país, provocan más enfermedades que cualquier otra causa. Estos son los grandes errores de nuestra civilización: la codicia y la falsa idolatría.
La enfermedad nos ha sido otorgada a modo de correctivo. Ella es la consecuencia de nuestra manera errónea de proceder y de pensar. Sí, no obstante, podemos corregir nuestros errores y vivir en armonía con el plan divino, entonces la enfermedad nunca más nos buscará.
En nuestra civilización, la codicia eclipsa todo. Tenemos ansias de bienestar, de posición social, de una elevada situación profesional, de honra mundial, de bienestar y popularidad. No obstante, esta ambición es inofensiva en comparación con otro tipo de apetencias.
Lo peor de todo es la ambición de poseer a otra persona. Es cierto que este aspecto está tan extendido entre nosotros que lo consideramos correcto y adecuado. Sin embargo, esto no atenúa su aspecto negativo, ya que el querer poseer o influir sobre otros individuos o personalidades significa la usurpación del poder de nuestro Creador.
¿Cuántas personas podría encontrar entre sus amigos o familiares que sean realmente libres? ¿Cuántas no están ligadas o se ven influenciadas o dominadas por otras personas? ¿Cuántas de ellas podrían afirmar cada día, cada mes, cada año, que únicamente obedecen los dictados de su alma y que le son indiferentes las influencias de otras personas?
Y, sin embargo, cada uno de nosotros es un alma libre que solamente debe responder ante Dios de sus acciones y, también de sus pensamientos.
Quizá la lección más grande de la vida es la de aprender a tener libertad. Libertad respecto a las circunstancias que nos rodean, frente a nuestro ambiente cotidiano, frente a otras personalidades y frente a nosotros mismos, ya que en tanto no seamos libres no podremos estar en situación de darnos totalmente y de servir a nuestros semejantes.
Analicemos ahora si somos víctimas de una enfermedad o cualquier otra dificultad, si nos vemos rodeados de personas o de amigos que nos molestan, si vivimos con personas que nos dominan y nos ordenan, que se inmiscuyen en nuestros planes o que impiden nuestro desarrollo. Nosotros mismos somos los responsables de ello. El motivo de todo esto es que, dentro de nosotros, existe una tendencia que obstaculiza la libertad del otro, o bien nos falta el valor de reafirmarnos en nuestra propia individualidad y re reivindicar nuestro derecho a nacer.
En el momento en el que hayamos dado una completa libertad a todos nuestros semejantes, cuando ya no sintamos el deseo de unir otras personas a nosotros y de limitarlas, cuando nuestro único pensamiento consista en dar y no en tomar, entonces, en ese momento, seremos verdaderamente libres. Nuestras ataduras caerán y romperemos las cadenas y, por primera vez en nuestra vida, sabremos de la extraordinaria alegría que proporciona la libertad absoluta. Liberados de todas las limitaciones humanas, serviremos diligentemente y llenos de alegría sólo a nuestro más elevado yo.
El ansia de poder se ha desarrollado tanto en el mundo occidental, que hace necesaria la aparición de graves enfermedades antes de que la persona afectada pueda reconocer su equivocación y corregir su comportamiento. Y, según la intención con la que dominemos a nuestros semejantes, debemos de padecer en tanto que lo que nos hayamos atribuido no le competa al ser humano.
La libertad completa es nuestro derecho de nacimiento, y solamente la podemos alcanzar cuando le concedamos esa libertad a cada alma viva que se nos cruce en nuestro camino, puesto que, en verdad, recogemos lo que sembramos, tal y como dice el dicho: El que no siembra no recoge.
Al igual que irrumpimos en la vida de otra persona, ya sea joven o mayor, eso debe de tener repercusiones en nosotros. Cuando limitamos sus actividades, de alguna manera podemos comprobar que nuestro cuerpo se ve también limitado por una especie de rigidez. Sí, además, les proporcionamos dolor y padecimiento, entonces debemos estar preparados para padecer lo mismo hasta que nos hayamos enmendado. Y no existe ninguna enfermedad, ni siquiera una ten grave, que no sea necesaria para examinar nuestras actuaciones y modificar nuestro comportamiento.
Aquellos de ustedes que padezcan bajo el dominio de otras personas, pueden adquirir un nuevo valor, ya que eso significa que se ha logrado un paso más en su desarrollo, en el que se le imparte la lección de cómo volver a recuperar su libertad. Y, exactamente, el dolor y padecimiento que se soporta es la lección que les permitirá poder corregir sus propias equivocaciones. Y, tan pronto como hayan reconocido estos errores y los hayan corregido, desaparecerán las dificultades.
Para poder llevar esto a cabo, se deben practicar grandes bondades. No se puede, jamás, herir a otra persona a través de un pensamiento, una palabra o un hecho. Pensemos que todas las personas trabajan en su propia liberación, yendo por la vida aprendiendo las lecciones que les son necesarias para la perfección de su propia alma. Esto lo deben hacer para ellos mismos. Deben tener sus propias experiencias, reconocer las trampas de la vida y, a través de sus propias fuerzas, encontrar el camino que conduce a la cumbre. Lo más maravilloso que podemos hacer, ahora que poseemos un poco más de conocimiento y experiencia que nuestros jóvenes, es conducirlos suavemente. Si nos prestan atención, estupendo. En caso contrario, debemos esperar hasta que hayan tenido otras experiencias que deben hacerles conscientes de sus emociones y, entonces, quizás se dirijan de nuevo a nosotros.
Deberíamos aspirar a ser útiles de manera bondadosa, tranquila y paciente, a movernos entre nuestros semejantes como un soplo de viento o un rayo de sol. Tendríamos que estar siempre preparados para ayudar cuando nos lo pidan, pero nunca debemos imponerles nuestros puntos de vista.
Y ahora quisiera hablar sobre otro gran impedimento que se interpone a la salud y que hoy en día está muy extendido. Se trata de uno de los mayores impedimentos con los que se encuentra los médicos en su esfuerzo por sanar al paciente. Es un impedimento que es una forma de divinización, Cristo dijo: “No se puede servir al mismo tiempo a Dios y al dinero”, y, sin embargo, el dinero es una de las piedras con que tropezamos más a menudo. Hubo una vez un glorioso y magnífico ángel, que se le apareció a San Juan, cayendo éste de rodillas presa de la admiración a la vez que le adoraba, pero el ángel le dijo: “No debes arrodillarte ante mí, ya que soy tu siervo y el siervo de tu hermano. Adoremos a Dios” Y, sin embargo, hoy en día miles de personas no adoran a Dios, ni siquiera a un poderoso ángel, sino a un semejante. Les puedo asegurar que una de las mayores dificultades que debemos superar es el endiosamiento de un mortal.
Qué habitual es la frase: “Debo preguntar a mi padre, a mi hermana, a mi marido… “ ¡Qué tragedia! Imaginarse que un alma humana que lleva adelante su evolución divina deba pararse para pedir permiso a un semejante. ¿A quién cree que debe agradecer su origen, su vida? ¿A un semejante o a su creador?
Debemos comprender que únicamente debemos responder ante Dios de nuestros pensamientos y de nuestras actuaciones. Y que, de hecho, se trata de una falsa idolatría el dejarse influenciar por los otros mortales, el seguir sus deseos o el tener en cuenta sus necesidades. La penalización es muy grave, nos ata, nos lanza a la cárcel y limita nuestra vida. Y eso debe ser así porque no nos merecemos otra cosas si obedecemos las órdenes de otros semejantes sabiendo que todo nuestro yo sólo debería conocer una orden y ésa es la de nuestro Creador, que nos ha regalado nuestra vida y nuestra comprensión.
Pueden estar seguros de que la persona que se siente obligada con su mujer, con su hijo o con un amigo, es un idólatra que sirve al dinero y no a Dios.
Recordemos las palabras de Cristo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?, lo que significa que cada uno de nosotros, seamos lo pequeño e insignificante que queramos, está aquí para servir enteramente a nuestros semejantes, a la humanidad y al mundo, y nunca, ni siquiera durante el más breve momento, debe seguir las órdenes de otra persona cuando éstas contravengan de cualquier manera los motivos que reconocemos como las órdenes de nuestra alma.
Sean el capitán de sus almas, el maestro de sus destinos (lo que significa que, sin prestar ningún tipo de resistencia, se dejen dominar y guiar por la divinidad que existe en ustedes a través de otra persona o de una circunstancia), vivan siempre en armonía con las leyes de Dios y sean sólo responsables ante Dios, que nos ha regalado nuestra vida.
Quisiera desviar todavía su atención hacia otro punto. Piensen siempre en la orden que Cristo dio a sus discípulos: “No os opongáis a lo negativo.” La enfermedad y los errores no se vencen a través de la lucha, sino al sustituirlos por lo bueno. La oscuridad desaparece con la luz y no con más oscuridad; el odio lo hace con el amor, la crueldad con la compasión y la enfermedad con la salud.
Nuestro objetivo reside únicamente en reconocer nuestros errores y en esforzarnos por desarrollar la virtud que se le opone, de tal forma que el error desaparece al igual que la nieve se funde bajo el sol. No luchen contra sus preocupaciones. No batallen con sus errores y debilidades, es mucho mejor que los olviden y se concentren en el desarrollo de las virtudes necesarias.
Resumiendo. Podemos reconocer la importancia que, en el futuro, tendrá la homeopatía en la superación de enfermedades. Ahora, cuando hemos comprendido que la enfermedad en sí significa Igual con Igual se cura, que nosotros mismos somos los culpables de la enfermedad, que ésta aparece para corregir nuestros errores, representando en última instancia un bien para nosotros, y que podemos evitarla si aprendemos las lecciones necesarias y corregimos esos errores antes que sean necesarias otras lecciones del dolor aún más difíciles. Esto es la consecución natural de la magnífica obra de Hahnemann. La consecución lógica de este pensamiento se le hizo patente a él conduciéndonos un paso más adelante hacia una comprensión completa de la enfermedad y la salud, y ése es el estadio en el que superamos el vacío existente entre lo que él nos ha legado y el ocaso del día, cuando la humanidad haya hecho semejante progreso, pudiendo así recibir directamente la grandeza de la sanación divina.
Aquel médico juicioso que escoja esmeradamente sus remedios de las beneficiosas plantas de la naturaleza, estará en situación de ayudar a sus pacientes, de abrir los canales que posibilitan una mayor unidad entre cuerpo y alma, desarrollando, por lo tanto, las virtudes que son necesarias para subsanar los errores. Esto proporciona a la humanidad la esperanza de una verdadera salud en conexión con progresos espirituales.
Para los pacientes, es necesario que estén preparados para confrontarse con la realidad de que la enfermedad es, única y exclusivamente fruto de sus propios errores, al igual que el precio del pecado es la muerte. Deben desear corregir esos errores, llevar una vida mejor y más plena de sentido, y reconocer que la sanación, depende únicamente de sus propios esfuerzos, aunque puedan ir al médico para que les ayude y guíe.
La salud ya no se puede conseguir con dinero, igual que un niño no puede comprar su educación. No hay ninguna suma de dinero capaz de enseñar a un niño a escribir. Él lo debe aprender bajo la dirección de un profesor experimentado, y exactamente igual es el comportamiento de la salud.
Existen dos grandes mandamientos: Ama a Dios y a tus semejantes. Queremos desarrollar nuestra individualidad de forma que consigamos una completa libertad para servir al divinidad en nosotros mismos y, únicamente, a esa divinidad. Y deseamos darle a todos los otros una completa libertad y servirles de la manera en que esté en nuestro poder según las leyes de nuestra alma. Y la capacidad de servir a nuestros semejantes aumenta al hacerse cada vez mayor nuestra propia libertad.
Por este motivo, debemos enfrentarnos al hecho de que nosotros mismos, exclusivamente, somos los responsables de nuestra enfermedad, y de que el único tratamiento reside en corregir nuestros errores. Toda verdadera curación aspira a representar para el paciente un apoyo para armonizar su alma, su espíritu y su cuerpo. Eso solamente lo puede llevar a cabo él mismo, aunque el consejo y la ayuda de una persona experimentada puedan representar una gran ayuda en todo ello.
Tal y como Hahnemann expuso, toda sanación que no haya procedido del interior perjudica. Toda recuperación aparente del cuerpo, conseguida a través de métodos materiales o por la actuación de otra persona, que no cuente con la ayuda propia del paciente, puede aportar seguramente cierto alivio corporal, pero dañará nuestro más elevado yo, ya que la lección no ha sido aprendida ni los errores subsanados. Cuando se piensa en las numerosas curaciones artificiales y superficiales que se llevan a cabo hoy día con la ayuda del dinero y de métodos médicos equivocados: son métodos falsos porque simplemente acallan los síntomas proporcionando un alivio aparente sin haber eliminado las verdaderas causas.
La sanación debe proceder de nuestro propio interior al reconocer nuestros errores, corregirlos y conseguir que nuestra vida esté en armonía con el plan divino. Y dado que nuestro Creador, en su bondad, nos ha proporcionado ciertas plantas medicinales bendecidas por él que nos deben ayudar a lograr nuestra victoria, queremos buscar estas plantas y utilizarlas tan bien como nos sea posible, para así ascender la montaña de nuestra evolución hasta que llegue el día en el que hayamos alcanzado la cima de la perfección.
Hahnemann había reconocido la verdad de que Igual con Igual se sana, que en realidad significa que la enfermedad cura a la manera equivocada de proceder, que la verdadera sanación no es otra cosa que un nivel más alto, y que el amor y todos sus atributos expulsan a lo equivocado.
Él reconoció que en la verdadera sanación no debe ser utilizado nada que retire al paciente su propia responsabilidad, sino que sólo deben ser empleados aquellos remedios que le ayuden a superar sus propios errores.
Ahora sabemos que ciertos remedios en la farmacopea homeopática tienen el poder de superar nuestras vacilaciones, dotando, por lo tanto, de una mayor armonía a nuestro cuerpo y a nuestra alma y sanando a través de la armonía alcanzada de esta manera.
Finalmente, es nuestra labor depurar la farmacopea, así como añadirle nuevos remedios, hasta que sólo contenga aquellos que son beneficiosos y conmovedores.
Fuente: Bach, Edward. Los Remedios Florales: Escritos y Conferencias. Edaf. Madrid, 1993.